Un domingo vi a Hitler por última vez. No olvidaré en mi vida aquel día: fue el 24 de febrero de 1945 en la Cancillería del Reich. Los ejércitos rusos se hallaban en el Oder, a unos ochenta kilómetros de Berlín; la región industrial de la Alta Silesia había caído intacta en sus manos; Breslau estaba cercado y la Prusia Oriental aislada. En el sudeste, Viena aparecía amenazada tras la caída de Budapest, y en el Oeste, las tropas angloamericanas esperaban, ante el Rhin, el momento de penetrar en el territorio del Reich. Estaban contados los días que faltaban para la catástrofe final. Y mientras, en todos los frentes, se libraban sangrientos combates defensivos, Hitler había convocado a las jerarquías del Partido y la nación en la Cancillería para celebrar el aniversario de la proclamación del programa nacionalsocialista. Veinticinco años antes, en la "Hofbräu" de Munich, se había proclamado: contra la servidumbre y el envilecimiento, por la libertad y el pan...
Mientras Hitler se hallaba personalmente en la Cancillería, el ministro de Estado, Hermann Esser, uno de los más veteranos camaradas del Partido, leyó en Munich aquel 24 de febrero de 1945 — tres meses antes del final de la guerra — una proclama suya cuyo final decía así:
"Cuando llegue el final de esta guerra, pondremos la victoria en las manos de la joven generación, que... es lo mejor entre lo que Alemania puede proclamar como propio. Esta es la obra de la formación nacionalsocialista y, con ello, una consecuencia de aquella proclamación de lucha efectuada hace veinticinco años en Munich... Hace veinticinco años aseguré la victoria del movimiento. Hoy profetizo — empujado, como siempre, por la fe de nuestro pueblo — la victoria final del Reich alemán".
Me hallaba junto al gauleiter del Bajo Danubio, doctor Jury, que había hecho conmigo el viaje desde Viena en un "Volkswagen" a través de ciudades bombardeadas y campos de ruinas. A la luz del crepúsculo habíamos atravesado la destruida Dresden. Diez días antes, aquella ciudad elegante, alegre y poseída del más fino espíritu teatral había sido convertido por efecto de los terribles bombardeos angloamericanos en un montón de escombros bajo el que yacían cien mil cadáveres. A la derecha y a la izquierda de nosotros aparecían altísimos montones de cascotes entre los que serpenteaban unos caminos marcados por lámparas rojas por los que podía circularse. No había un solo rótulo con el nombre de las calles, por lo que tuvimos que informarnos constantemente cerca de los agentes de policía. Silenciosos y hoscos, proseguimos el viaje a Berlín.
La "Wilhemplatz" berlinesa era un campo atrincherado, y el hotel "Kaiserhof", una ruina. Tan sólo la Cancillería del Reich permanecía casi intacta. Se conservaba el gran patio de honor tras la monumental entrada de la Vosstrasse y la galería de mármol de 146 metros de longitud, así como la sala de la cúpula, la de los mosaicos y el vestíbulo de recepciones, con los gigantescos gobelinos y las águilas doradas en las paredes.
A la entrada de la Cancillería, unos oficiales de las S.S. armados con pistolas nos quitaron nuestras traíllas y cintos. Desde el atentado del 20 de julio de 1944, Hitler desconfiaba hasta de sus más veteranos camaradas.
En la sala de los Mosaicos esperamos la llegada del Führer. Éramos unos treinta. Muchos gauleiter, en especial pertenecientes a las provincias del Este, faltaban a aquel fantasmal llamamiento final. No habían conseguido llegar a Berlín.
Se abrió una de las enormes puertas y apareció Hitler acompañado por Bormann y Goebbels. Su aspecto era el de un hombre derrotado. Arrastraba una de sus piernas, visiblemente paralizada, sobre el suelo marmóreo. Su rostro tenía una tonalidad gris cenicienta. Con mano temblorosa nos fue saludando uno a uno. Terminado el apretón, cogía la mano derecha con su izquierda para disimular, sin duda, el temblor. Ante nosotros no se hallaba el Führer que tanta sugestión había irradiado anteriormente; ante nosotros estaba un fantasma que nos empujaba a la catástrofe final con el único objetivo de alargar un poco sus días.
Tan sólo su voz sonó firme y fuerte como antes cuando se colocó detrás de una mesita para decirnos:
—Camaradas: mi mano tiembla, pero mi corazón no. Como no tembló hace veinticinco años, cuando con un pequeño grupo de fieles, alcé mi voz para devolver a Alemania el honor y la dignidad que había perdido... Durante doce años hemos permanecido en la cumbre del poder, y si el destino quiere que dejemos de ocuparlo, podremos decir a pesar de todo: "Intentamos lo más grande para nuestro pueblo."
Aquellas palabras sonaron como un canto final, como el testimonio del ocaso que aparecía inminente. Pero Hitler parecía resistirse a admitir el colofón. De pronto, añadió:
—Pero si somos, cada uno en su puesto, valerosos hasta el máximo extremo y combatimos hasta el final, quizá pueda el destino operar un cambio.
Yo era joven todavía. Mi mano no temblaba. Pero mi corazón pareció latir en mi garganta al escuchar aquellas palabras, pues tenía clavada en la memoria la travesía nocturna de Dresden. En mi fuero interno estaba decidido a ahorrar a Viena aquella terrible suerte.
Tras su discurso, Hitler conversó con nosotros. A mí me preguntó:
—¿Resistirán los vieneses, Schirach?
Detrás de él se encontraba su sombra, Bormann, y a mi lado, el doctor Jury; el doctor Goebbels; el juez del Partido, Buch, y el Reichsleiter Max Ammán, que había sido sargento en la compañía de Hitler durante la Primera
Guerra Mundial. Todos me miraban con fijeza en espera de mi respuesta. Sabían que Bormann y Himmler me consideraban como un elemento inseguro que nunca podría dominar a los vieneses, fatigados por la larga guerra.
Dije:
—Los vieneses han cumplido hasta ahora con su deber y seguirán cumpliéndolo.
Esto fue todo lo que me fue posible decir, pero también lo menos que podía pronunciar, dadas las circunstancias. Y así nos despedimos por última vez: él con el convencimiento de que yo sacrificaría dos millones de vieneses para prolongar su vida; yo con la convicción de que el Reich estaba perdido desde hacía largo tiempo y de que no precisaba ya luchar por Hitler, sino tan sólo por la conservación de una ciudad y la vida de sus habitantes.
Muy pronto se precipitaron, tras mi regreso, los acontecimientos.
Desde hacía varias semanas, la ciudad era objeto de bombardeos diarios por parte de los aliados. El 23 de marzo efectuaron los americanos su más severo ataque. Me encontraba sobre la torre de vigía, de treinta metros de altura, de la sede del gau, en el Galitzinberg. "Viena es una perla, pero le daré ahora el verdadero engarce", había declarado Hitler en 1938, a raíz del "Anschluss". En aquellos momentos, yo veía levantarse numerosas columnas de humo sobre la aglomeración urbana. La Ópera había ardido, así como el "Burgtheater". El Belvedere y una parte del Hofburg estaban también afectados por las bombas, por no citar millares de casas.
Cuando descendí de la torre me comunicaron que el ejército del mariscal soviético Tolbuchin había irrumpido al norte del Plattensee. Las vanguardias soviéticas se encontraban así a unos doscientos kilómetros al sudeste de Viena. El 6.° Ejército blindado de Sepp Dietrich, derrotado, se replegaba sobre la ciudad. Había comenzado la lucha final.
Conocía a Sepp Dietrich desde 1927. Yo era a la sazón estudiante en Munich. Él trabajaba como empaquetador en la editorial del Partido y pertenecía a la guardia de corps de Hitler como uno de los primeros miembros de la S.S. Era un auténtico bávaro: de hombros poderosos y cabello moreno. En la primera Guerra Mundial había sido sargento. En 1933 fue nombrado jefe de la primera unidad armada de las S.S.: el "Leibstandarte" Adolfo Hitler. Así comenzó su trayectoria ascendente hasta comandante de regimiento y, finalmente, general jefe de un cuerpo de ejército. j
Dietrich se replegó, como ha quedado dicho, sobre Viena con el resto de sus fuerzas. El primer alojamiento que tuvo, en unión de su plana mayor, fue mi casa de la Hohen Warte. Le pregunté de cuántos blindados disponía.
Dietrich respondió:
—Nos llamamos el 6.° Ejército blindado porque solamente tenemos seis blindados...
Dicho esto, comenzó a descargar su irritación contra Hitler.
—Adolfo decidió que nos aferráramos al Plattensee, a pesar de que el terreno estaba muy blando por efecto de las lluvias. Cuando los blindados tienen que echar adelante, se precisa una sólida alfombra por donde deslizarse. Pero Adolfo no quiso esperar dos días. Y así es como nuestros tanques se quedaron hundidos en el fango.
—¿Y quieres defender Viena con el resto? — pregunté.
—En el Schmarrn es donde quiero asentarme — respondió Sepp Dietrich —. El viejo desearía que resistiera allá, pero lo cierto es que solamente podré mantenerme el tiempo suficiente para que Schorner no ofrezca un flanco abierto en Checoslovaquia.
El 28 de marzo llegó a Viena Heinrich Himmler con su tren ''Heinrich''. Había escogido aquel nombre porque con su tendencia al misticismo se consideraba a sí mismo como la reencarnación del rey alemán Enrique I.
Desde el atentado del 20 de julio, el "Reichsführer" de las S.S. era comandante en jefe del ejército que guarnecía el territorio nacional. En el puesto de mando de Viena me otorgó a mí y a los otros gauleiter de la marca oriental, plenos poderes para llevar a cabo juicios sumarísimos contra personas civiles.
Mientras mecanografiaban en un despacho aquellos poderes especiales, Himmler mandó llamar al "Sturmbannführer" de las S.S., Ziereis, comandante del campo de concentración de Mauthausen, en Linz. Himmler le dijo:
—Ordeno que sean agrupados todos los judíos que efectúan trabajos forzados en la marca oriental.
Un año antes había escuchado a Himmler informar fríamente en Posen sobre el asesinato de millones de judíos. Creí que deseaba hacer partícipe del mismo destino a los últimos que seguían viviendo en Austria. Pero antes de que pudiera reaccionar, oí que le decía a Ziereis:
—Le hago personalmente responsable de que esos judíos sean concentrados de una manera razonable y de que se les presten cuidados médicos y tengan una alimentación adecuada. Esa gente es ahora mi más valioso capital.
Aquellas palabras me hicieron intuir claramente lo que estaba jugándose allá: para Himmler eran aquellos judíos moneda de cambio de un diabólico negocio. Con su ayuda quería intentar en el último minuto borrar sus culpas y ofrecerse a los aliados como interlocutor válido y sucesor de Hitler. Después de la guerra supe que había ya obrado anteriormente en dicho sentido, estableciendo, a través del conde sueco Bernadotte, contacto secreto con las potencias aliadas.
Tras haberse marchado Ziereis, entró Sepp Dietrich en unión de algunos altos oficiales, y Himmler comenzó a departir con ellos. No habían hablado mucho tiempo cuando sonó el teléfono:
—Del Cuartel General del Führer para el "Reichsführer" de las S.S. — dijo la central.
Himmler cogió el auricular.
—Sí; espero — dijo. Y cubriendo con la mano el micrófono, nos dijo en voz baja —: Es el Führer en persona.
Me encontraba al lado de Himmler y llegó a mis oídos, por última vez, la voz grave de Hitler a través del auricular:
—El 6.° Ejército blindado de las S.S. qae ha causado la mayor desilusión de mi vida. Ha fracasado en el Plattensee. Ordeno, por ello, que se les prive de condecoraciones a todos los oficiales...
Vi como Heinrich Himmler palidecía. Durante todos los años que le conocía le había visto obrar siempre como instrumento fiel en las manos de Hitler. Pero en aquellos instantes supo responder:
—Mi Führer: si tengo que privar de sus condecoraciones a los oficiales y hombres del 6.° Ejército blindado de las S.S., debería ir al Plattensee y quitar a los muertos sus cruces. Más que su vida no puede ofrendar ningún S.S., mi Führer.
Himmler colgó el aparato. En aquel mismo instante, Sepp Dietrich levantó la mano hasta el cuello de su uniforme, arrancó su Cruz de Hierro con brillantes, la arrojó a un rincón y abandonó la estancia. Uno de sus ayudantes le imitó y siguió a su jefe.
Pocos días más tarde fue declarada Viena y sus alrededores zona de defensa. Éramos ya una población situada en primera línea. Y el comandante en jefe de la defensa, teniente general Von Bünau, tomó de mis manos el mando sobre la "Volkssturm" [48], aquella última leva de hombres comprendidos entre los dieciséis y los setenta años con la que tenía que defenderse la patria.
Hacía medio año aproximadamente, el 25 de septiembre de 1944, que Hitler había ordenado la organización de la "Volkssturm". Tanto su puesta en marcha como su mando fueron reservados a los gauleiter, por lo que a mí me correspondió el de la zona de la Gran Viena. Los batallones de aquella milicia fueron armados e instruidos muy sumariamente. Como yo era todavía jefe nacional del N.S.D.A.P. para la formación juvenil, prohibí en mi calidad de ello que fueran incorporados a la "Volkssturm" de la Gran Viena miembros de las HJ. En vez de ello, autoricé al jefe comarcal, Hans Lauterbacher, para que organizara un batallón propio de voluntarios con aquellos que por su edad estaban en vísperas inmediatas de la incorporación a filas. Estos muchachos fueron instruidos a fondo por oficiales con experiencia de lucha en el frente y escogidos mandos de las H.J. El batallón de las juventudes permaneció acantonado en Pressburg sin entrar en contacto con el enemigo. Cuando las fuerzas soviéticas se aproximaron a esa localidad, a finales de marzo, ordené que regresara a Viena. Tanto Lauterbacher como sus mandos subalternos se mostraron contrarios a aquella decisión: querían luchar. Pero aunque yo no tenía atribuciones sobre la "Volkssturm", seguí mandando él batallón H.J. hasta que conseguí desplazarlo a Gmunden, fuera de la zona de combates.
Sé que la mayor parte de los gauleiter y mandos militares pensaron como yo y obraron de manera bastante similar. A pesar de ello, muchos miembros de las H.J. perecieron en las luchas finales. Sobre todo, en el Oder, en Silesia y Berlín, atacaron con "bazookas" a los "T 34" rusos. Ninguna acción de aquellas se efectuó por orden mía. ¿Pero fue acaso efecto de la formación que bajo mis órdenes se había dado a aquella juventud la que hizo que en muchas ocasiones quisieran dar un ejemplo a los mayores? No lo creo, pero a pesar de ello me siento responsable de la muerte de aquellos muchachos.
El 6 de abril alcanzaron las vanguardias de choque soviéticas los arrabales meridionales de Viena. Las granadas estallaron sobre mi casa de la Hohen Warte. Con mi plana mayor bajé a las bodegas del Hofburg. En la noche siguiente, la ciudad fue rodeada asimismo desde occidente. Amenazaba con quedar roto el contacto entre el 6.° Ejército blindado de las S.S. y las tropas que luchaban al norte de Viena. Sepp Dietrich decidió, por tanto, evacuar de la ciudad a la única división en disposición de luchar que quedaba en Viena: la división "Gran Alemania".
A ojos de Hitler, la evacuación de las tropas blindadas de Viena equivalía a una traición. Mediante el último enlace radiofónico ordenó a Bormann que transmitiera la siguiente orden: "El comisario Von Schirach se incorporará, con su último grado, a las tropas."
Si el representante del Reich era incorporado a las tropas en combate significaba que no tenía nada que representar. Los soviéticos habían penetrado profundamente en el centro de la ciudad cuando abandoné el Hofburg en unión de mi plana mayor. Muchas casas estaban en ruinas y sus habitantes se habían refugiado en las bodegas y subterráneos. A través de unas calles desiertas, nuestra columna se dirigió en dirección este, hacia el puente de Floridsdorfer, el único abierto sobre el Danubio.
Nos detuvimos en el barrio exterior de Flandorf, en las proximidades de Bisamberges, donde luchaba el II
Cuerpo Blindado. Mi grado militar era el de teniente de la reserva. Conocía aquella zona al detalle y Dietrich me nombró por ello oficial de enlace de su plana mayor con los cuerpos y divisiones puestos bajo su mando.
El 13 de abril se dio por finalizada la batalla de Viena. En unión de las tropas combatientes nos pusimos en marcha desde Flandorf en dirección Klosterneuburg. El puesto de mando de Sepp Dietrich quedó instalado en Kilb, junto a St. Pölten. En el parque del castillo de Mang se hallaba su coche, custodiado por centinelas con ametralladoras. Allá me presenté a él. Me aclaró:
—Me he atrincherado aquí para el caso en que Adolfo quiera pedirme cuentas por no haber defendido Viena.
Por orden de Dietrich me dirigí a Gmunden, en el Traunsee, donde los miembros de la H.J. naval tenían una emisora, que resultaba en aquellos momentos un estimable instrumento de transmisión. En Gmunden escuché por radio, el 1 de mayo a las 22 horas y 36 minutos, la noticia: Adolfo Hitler había caído en la lucha en Berlín. Cuatro horas antes — como supe después — se había despedido Hitler de su piloto Baur con estas palabras:
—¡Es demasiado! Mis generales me han traicionado y vendido, mis soldados no quieren seguir luchando y yo no puedo más. Tendrían que poner en mi tumba: "Fue una víctima de sus generales".
Aquel mismo hombre nos había dicho en anterior ocasión: "Nunca fue tan fuerte la nación alemana ni estuvo tan asegurado su futuro como en los tiempos en que el viejo símbolo mágico de los pueblos germánicos ha sido en Alemania renovado emblema del Tercer Reich."
Ahora vivía el Tercer Reich sus últimos momentos.
El hombre en quien yo había creído durante largos años estaba muerto. Pero la noticia no me afectó. Había intuido aquel final cuando abandoné el 24 de febrero la Cancillería. Respiré aliviado: no habría ya órdenes insensatas de resistencia. Recordé a tal respecto que unos días antes de la muerte del Führer había captado Sepp Dietrich una orden del Führer procedente del bunker de la Cancillería. Decía así: "Reconquistar inmediatamente Viena."
La última orden que recibí de Sepp fue esta:
—Ve al Tirol e infórmate allá sobre los lugares que existen para la concentración de las tropas y para alojar los heridos y fugitivos de la región del Danubio.
En la noche del 1 al 2 de mayo nos pusimos en marcha en nuestro "Volkswagen" militar, que llevaba la inscripción "G.D.". Me acompañaba mi ayudante Fritz Wieshofer y el chófer Franz Rahm.
En Schwaz, a treinta kilómetros de Innsbruck, sufrimos una avería en el motor. Franz Rahm empujó el "Volkswagen" hasta un taller. Nos tendimos en nuestros sacos de dormir en una pequeña posada que regentaba la hermana de Rahm. Al día siguiente nos encontramos con que nos habían quitado el vehículo, por lo que nos vimos obligados a permanecer allá.
En el transcurso de la noche, la situación había cambiado radicalmente. En Viena se había formado un gobierno provisional. Ordenaba por radio que todos los austríacos que formaran parte de las fuerzas armadas, se quitaran el uniforme. Los batallones de la "Volkssturm" se convirtieron en grupos de la Resistencia. Se izaron banderas blancas; la guerra había terminado. Doenitz había tomado la decisión de solicitar un armisticio. En Schwaz, el ejército en retirada se había disuelto, y unos grupos de la resistencia austríaca asumido el gobierno del Tirol. Los americanos acababan de ocupar Innsbruck.
Por mi parte, quería evitar a toda costa caer en las manos de los grupos de la Resistencia. Al anochecer del día 3 de mayo, Rahm nos buscó una habitación a mí y a mi ayudante en casa del maestro tornero Huber. Al día siguiente hicimos desaparecer nuestros uniformes y nos vestimos de paisano. A partir de aquel instante me convertí en Richard Falk, escritor, y mi acompañante en Franz Wieshofer. Lo que en un principio tenía que ser solamente una garantía para quien nos había facilitado hospedaje, se convirtió luego en permanente disfraz.
Cuando los americanos entraron en Schwaz me hallaba en la puerta del jardín. De pronto, se detuvo un jeep. Tres soldados de color saltaron del vehículo y se dispusieron a entrar en la casa. Les pregunté, con el característico acento del sur, qué deseaban.
Sonrieron y me creyeron cuando les aseguré en el dialecto de su tierra natal:
—En esta casa no hay nazis ni armas.
¿Pero resultaría siempre tan perfecta la estratagema? Habíamos destruido nuestros carnets y carecíamos de cualquier otro documento de identidad. Fritz Wieshofer fue quien tuvo la idea: la biblioteca popular de Schwaz había resistido sin daños el huracán de la guerra. El bibliotecario seguía ejerciendo el servicio de préstamo, como si nada hubiera ocurrido. Nos presentamos y solicitamos una tarjeta de lectores. Wieshofer, con su apellido verdadero, bastante corriente en Tirol. Yo di el de Richard Falk, escritor. Con aquellas tarjetas en el bolsillo nos sentimos bastante más seguros.
Un escritor tiene que escribir. Así es que comencé a dictar a Wieshofer una novela policíaca. Se titulaba Los secretos de Mira hoy. Por la noche, leíamos los capítulos a nuestra hospedera, señora Huber. Estoy seguro de que ni siquiera entró en sospechas de que albergaba al antiguo comisario del Reich en Viena.
Escuchábamos regularmente las noticias transmitidas por la BBC desde Londres. Un día dijeron que Baldur von Schirach, antiguo jefe de las Juventudes del Reich y comisario en Viena, había muerto. Nadie me buscaba, por tanto. Y también por la BBC supe que Goering, Ley, Ribbentrop, Funk, Sauckel, Kaltenbrunner, Speer, Keitel, Jodl, Doenitz y Raeder habían sido hechos prisioneros. Al parecer, se les preparaba un gran proceso.
El 4 de junio de 1945 dijeron asimismo por radio que todos los antiguos jefes de las HJ. estaban incursos en "detención automática". La Juventud Hitleriana quedaba asimismo acusada colectivamente como una "organización criminal".
—Quita el original de la máquina — le dije a Fritz Wieshofer —. Coloca una hoja en blanco.
Wieshofer quitó el folio correspondiente al capítulo número diez de Los secretos de Myra hoy y yo le dicté:
"Yo, Baldur von Schirach, me entrego voluntariamente a las potencias de ocupación para responder de mis actos ante un tribunal internacional."
Firmé el escrito y le rogué a Wieshofer que lo llevara al hotel "Post", sede de la comandancia local americana.
Wieshofer tuvo que darse prisa. Eran las 19 horas, y a partir de las 20 quedaba impuesto el más rígido toque de queda en toda la zona americana de ocupación.
A las 19.30 se hallaba ya en el hotel "Post". Un capitán abrió la carta, la leyó y fue a buscar a un comandante. Éste movió la cabeza dubitativo y dijo:
—Pero "Scheirak" ha muerto...
—Hace veinte minutos estaba vivo — le dijo Wieshofer.
Poco después entraba personalmente en la misma estancia para presentarme. El comandante me miró sorprendido y me preguntó:
—You are really Scheirack?
—Yes, I am Schirach — respondí.
Los dos oficiales americanos efectuaron numerosas llamadas telefónicas. Luego llegó un jeep y el comandante me trasladó en persona al campo de concentración para prisioneros de guerra de Rum, en las cercanías de Innsbruck.
Ilustración 13. El proceso de Nuremberg |
Ilustración 14. Galería de la cárcel de Spandau, en cuyas celdas cumplieron sus condenas los jerarcas alemanes |